Gestos y una buena campaña de publicidad, pero ninguna
decisión importante. Así resumen algunos entendidos el primer año del Papa
Francisco al frente de la Iglesia Católica. Gestos como el de rehuir todo lo
que huela a ostentación, el de saltarse protocolos para abrazar a los enfermos,
lavarle los pies a una musulmana o pagar la cuenta de su hotel.
Gestos como el de cuestionarse que quién es él para juzgar a un gay, el de ensalzar el papel de la mujer como transmisora de la fe o el de
cambiar las estancias vaticanas por la Casa Santa Marta.
Golpes de efecto como cuando se atrevió a hablar de fútbol en
pleno corazón de Brasil, cuando invitó a los jóvenes a soñar con cosas grandes
o el de afirmar que quería lío en las diócesis.
Ya escribí en su día que Francisco era el papa de la crítica y la autocrítica, pero hoy me atrevo a ir más allá. Bergoglio será -Dios
mediante- el pontífice que restituya el mensaje de Jesucristo, ese hombre que
vino al mundo a curar en sábado, a comer con publicanos, a perdonar
los pecados y a predicar la misericordia.
Un mensaje olvidado y desvirtuado por gran parte de la
Iglesia, más preocupada de sembrar el miedo adoctrinando conciencias,
que de salir en busca de las ovejas perdidas. Algunas, por cierto, se perdieron
con conocimiento de causa, hartas de sermones estériles.
Francisco no sólo lanza titulares que impactan a propios y extraños, predica con el ejemplo, como Jesús. Por eso se ha ganado el respeto de los sectores más críticos, que seguramente continuarán siendo críticos sí, o quién sabe, igual descubren a la Iglesia que instauró Jesucristo, la del Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, la del No se puede servir a Dios y al dinero o esa que rechaza tanto sacrificio porque al final, sólo se nos juzgará por lo que hayamos amado al prójimo.
Faltan decisiones sí, como la de acabar con el banco vaticano o la de exigirle al clero que pise el suelo, anunciado a un Dios que no castiga, que está dispuesto a consolar y perdonar incluso al más pecador, que no entiende de teorías, sólo de práctica. Falta poner en marcha de una vez por todas el Concilio Vaticano II, hablar sin complejos de los novísimos, azuzar a los cristianos para que naden contracorriente sin complejos.
Falta tiempo. Sólo eso. Francisco culminará la revolución que iniciaron Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pronto veremos instaurada al fin la Iglesia de la Misericordia.
pABLO rIOJA (14-3-2014)
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