jueves, 20 de agosto de 2015

El cine que mira hacia otro lado



Pablo Rioja | León

El domingo fui al cine después de una larga penitencia en la que me juré a mí mismo que no regresaría hasta que las ranas criaran pelo. Pecador de mí, incumplí la promesa. Echaban una tal 'Operación ÜNCLE' cuyo trailer tenía buena pinta. Ya sabes, la típica de espías, acción, persecuciones y malos muy malos que bien podrían servirme en el Burguer King para comerla y tirarla tan rápido como las patatas fritas. Pero vaya, que me dio la locura y me dije: "Bueno, a ver si tiene un argumento potable o algún giro inesperado que valga la pena los 10 euros invertidos. Acerté sólo en lo primero. Era potable como el garrafón que sirven en el Traga.

Lenta, pese al prometedor inicio, estúpida como cualquier película de la saga 'Austin Powers' -pero sin ir con etiqueta de humor- y tan previsible que hasta un mono de feria podría aventurar el final. Encima al director de turno le da por aturdir al personal con música en prácticamente todas las escenas. ¡Vamos, una nueva obra de arte Made in Hollywood!  
 Mira que ya me imaginaba yo el fiasco al penetrar en aquella desierta sala número 4. Apenas 20 personas agrupadas, eso sí, en tres o cuatro filas, para un filme que se había estrenado el viernes. Y yo me pregunto:

1: ¿Por qué todas las historias meten con calzador a la típica chica mona que ni pincha, ni corta, ni en este caso regala ni un mísero beso al galán de turno?

2: ¿Por qué todas las persecuciones se desarrollan a base de planos 'hipermegasuper' cortos, ruido y pocas nueces?

3: ¿Por qué los enemigos siempre son rusos/nazis/árabes que se empeñan en robar/fabricar bombas que destruyan la humanidad?

4: ¿Por qué los malos cuentan sus planes al protagonista?

5: Y lo más importante, ¿por qué nunca me sirven de las palomitas que acaban de 'nacer' ante mis ojos y sí de las que saben rancias?

No sé amigos, el caso es que salí con la misma intención de siempre; no volver a dejarme atracar por bodrios infumables. Recuerdo cuando los viernes sabían a estrenos de renombre y las colas eran tan extensas que, hasta llegar a la taquilla, te mordías cien veces las uñas por si de pronto la luz roja de no hay entradas destrozaba tu plan perfecto. Más de una vez me pasó. 

La industria culpa a la piratería de la enfermedad que asola a las producciones. Yo más bien me decanto por la progresiva decadencia de guionistas, directores y productores, a quienes la calidad del género les importa tan poco como la huida en masa de asqueados fieles. Hay excepciones sí, pero antes las excepciones eran la regla habitual. Hoy lo habitual es reírse del espectador y darle una palmadita en la espalda cuando saltan los títulos de crédito al grito de ¡venga chaval, a vomitar al baño de tu casa que aquí me manchas la moqueta! 

No se dan cuenta sus señorías que quizá, si la cosa continúa con este grado de involución, al respetable le dé al final por mirar hacia otro lado. Todo lo que se estanca o involuciona está condenado al olvido, incluso el séptimo arte. 

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